subió a la carroza después de
haber hecho que se instalara en ella Marchiali, y dijo al cochero esta única
palabra:
--¡Adelante!
La carroza rodó estrepitosamente por el empedrado del patio, precedida
de un individuo que alumbraba
el camino con una hacha de viento y daba a cada cuerpo de guardia la orden de
dejar libre el paso.
Aramis no respiró durante todo el tiempo que emplearon en abrir los rastrillos,
y tal era el estado de su
ánimo, que pudieran haberle oído los latidos de su corazón.
El preso, sepultado en uno de los rincones de la carroza, tampoco daba señales
de vida.
Por fin, tras la carroza se cerró la última puerta, la de la calle
de San Antonio. A uno y otro lado se veía el
cielo, la libertad, la vida. Los caballos, sujetados por una mano firme, marcharon
al paso hasta el centro del
barrio, donde tomaron el trote. Poco a poco, ora porque se enardecían,
ya porque les aguijaban, fueron au-
mentando su velocidad hasta que, una vez en Bercy, la carroza, más que
por los caballos, parecía arrastrada
por el huracán. Así corrieron los caballos hasta Villanueva de
San Jorge, donde estaba preparado el relevo.
Ahora, en vez de dos fueron cuatro los caballos que arrastraron la carroza hacia
Melún, no sin hacer un alto
en el riñón del bosque de Senart, indudablemente a órdenes
dadas de antemano por Aramis.
--¿Qué pasa? --preguntó el preso al detenerse la carroza
y cual si despertara de largo sueño.
--Pasa, monseñor, --respondió Herblay, --que antes de seguir adelante
es preciso que Vuestra Alteza y
yo conversemos un poco.
--Tan pronto se presente ocasión, --repuso el joven príncipe.
--No puede ser más oportuna la presente, monseñor; nos hallamos
en el corazón del bosque, y por lo tan-
to nadie puede oírnos.
--¿Y el postillón?
--El postillón de este relevo es sordo mudo, monseñor.
--A vuestra órdenes, pues, señor Herblay.
--¿Os place quedaros aquí en la carroza?
--Sí, estamos bien sentados y le he tomado cariño a la carroza
esta; es la que me ha restituido a la liberta.
--Con vuestra licencia, monseñor, falta todavía otra precaución.
--¿Cuál?
--Como nos hallamos en medio del camino real, pueden pasar jinetes o carrozas
que viajan como noso-
tros, y que al vernos parados, supondrían que nos pasa algún percance.
Evitemos ofertas que nos incomoda-
rían.
--Pues ordenad al postillón que esconda la carroza en una de las alamedas
laterales.
--Tal era mi intención, monseñor.
Aramis tocó con la mano al sordo mudo y le hizo una seña. Aquél
se apeó inmediatamente, tomó por las
riendas a los dos primeros caballos y los condujo, al través de las malezas,
a una alameda sinuosa, en lo
último de la cual, en aquella oscura noche, las nubes formaban una cortina
más negra que la tinta. Luego el
mudo se tendió en un talud, junto a sus caballos, que empezaron a arrancar
a derecha y a izquierda los reto-
ños de las encinas.
--Os escucho, --dijo el joven príncipe a Aramis, --pero ¿qué
hacéis?
--Desarmo unas pistolas de las que ya no tenemos necesidad.
EL TENTADOR
--Príncipe mío, --dijo Aramis volviéndose en la carroza,
hacia su compañero, --por muy poco que yo
valga, por menguado que sea mi ingenio, por muy ínfimo que sea el lugar
que ocupo en la escala de los
seres pensadores, nunca he hablado con un hombre de quien no haya leído
en su imaginación al través de la
máscara viviente echada sobre nuestra inteligencia para reprimir sus
manifestaciones. Pero esta noche, en
medio de la oscuridad que nos envuelve y de la reserva en que os veo, no me
será dable leer en vuestras
facciones, y una voz secreta me dice que me costará trabajo arrancaros
una palabra sincera. Os suplico,
pues, no por amor a mí, pues los vasallos deben no pesar nada en la balanza
de los príncipes, sino por amor
a vos, que grabéis en vuestra mente mis palabras y las inflexiones de
mi voz, que en las graves circunstan-
cias en que estamos metidos, tendrán cada una de ellas su significado
y su valor, como jamás lo habrán
tenido en el mundo otras palabras.
--Escucho, --repitió con decisión el príncipe, --sin ambicionar
ni temer cuanto vais a decirme.
Dijo, y se hundió todavía más en los mullidos almohadones
de la carroza, no sólo para sustraerse
fisicamente a su compañero, mas también para arrancar a éste
aun la suposición de su presencia. Estaban
completamente a oscuras.
--Monseñor, --continuó Aramis, --os es conocida la historia del
gobierno que hoy rige los destinos de
Francia. El rey ha salido de una infancia cautiva, oscura y estrecha como la
vuestra, con la diferencia, sin